miércoles

Las luces.



Estaba en casa, recuerdo que era diciembre, porque mamá ya empezaba con su clásica actitud de “Pedro, el árbol, las guirnaldas, las luces, el pan dulce”, a lo cual yo siempre hacía oídos sordos.
    Sonó el teléfono fijo, era Frida, mi novia. Hace 4 años que estábamos juntos, ella me juraba que sería capaz de morir por mí.
- Mi amor, el 30 toca callejeros, ¿Vamos a ir? – No tardé en contestar que si, le pedí plata a mi vieja, que accedió a dármela después de que la ayudara a poner las luces en el jardín.  A ella siempre le gustaron esas cosas.
  Frida me pasó a buscar esa tarde por casa, junto a Lautaro, su hermano menor, y fuimos a comprar esas entradas que nos iban a llevar directo a agitar rocanroles irresistibles; a saltar y a ver a la banda que por tanto tiempo había sido nuestra estrella, nuestro Dios, nuestra razón.
 Cuando llegué a casa, mamá no prestó mucha atención a mi emoción desmedida, solamente comentaba con papá los sucesos del día en el mercado, mientras él fingía escucharla y estar interesado.
   Creo que pasó una semana, que nosotros solo ocupamos cantando, haciendo un trapo para el recital, y contando los días que nos separaban de ese momento, que marcaría tanto nuestras vidas. Aunque claro, eso no lo sabíamos aún.
  Y nos encontrábamos ahí. En la calle, antes de entrar, un auto con el baúl abierto y fuertes parlantes reproducía la música que en momentos escucharíamos en vivo. Ahí, ese día, 30 de diciembre de 2004, abrieron las puertas de República Cromañón, y se empezó a llenar de cuerpos, gritos y almas desesperadas por volver a salir.
  Había tanta gente, que cerré los ojos. No quería ver, solamente quería sentir. Y pude sentir la música, mi voz mezclada entre las de miles como yo, y la mano de Frida sujetando la mía, dándome amor y haciéndome sentir que el cielo existía.
  No se muy bien que hora era, pero me vi obligado a volver a la realidad por los gritos de mi novia.
  Vi el fuego, y la gente que corría, Frida me llevaba del brazo hacia una puerta, que descubrimos cerrada con candados al llegar a ella.
  Me susurraba al oído, entre sollozos, que no quería morir.
  Comenzamos a correr en la misma dirección que la multitud, mientras veíamos a algunos nadar contra la corriente, gritando nombres que hasta el día de hoy están grabados en mi mente.
  Pudimos salir, la gente desesperada se amontonaba, unos entrando y otros saliendo, algunos no salieron nunca mas…
-  ¡Lautaro! ¡Se quedó adentro, tengo que ir a buscarlo! – Me soltó la mano y corrió al interior, no pude seguirla; de un empujón caí al piso.
Me desperté en la cama de un hospital, con mi familia llorando a mí alrededor, explicándome que mi novia y su hermano formaba parte de esos “algunos” que no pudieron volver a salir.
 Hoy, ya pasaron 10 años, y piso otra vez esa calle. Esa calle que me vió entrar con el alma tan llena, y me vió salir tan lleno de nada.
 Veo la foto de Frida, la de Lautaro, y las de otras 192 personas que estuvieron conmigo y hoy siguen vivos en la memoria de todos los que pensamos en ellos.
 Y cada vez que recorro esa calle, esa misma calle, recuerdo esa luz que vi, ese fuego; que brillaba tanto, casi tanto, como las luces del árbol de mamá. 

FIN

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